En Colombia, el significado de la palabra «justicia» ha sufrido un cambio drástico, ha caído en desuso, dejando de ser un concepto que denote redención o equilibrio. En su lugar, lo que hoy vemos es que la justicia ha llegado a ser sinónimo de impunidad y corrupción, donde los tecnicismos legales funcionan como escudos protectores para aquellos que cometen delitos graves. En este contexto, las dinámicas son alarmantes: un asesino puede salir en libertad tras 24 horas de haber cometido el crimen, un violador puede eludir su responsabilidad gracias a complejas triquiñuelas en la ley, y los ladrones a menudo reciben más apoyo que las propias víctimas de sus actos. Esta realidad no solo resulta dolorosa, resulta incendiaria.
Mientras las leyes se interpretan y aplican de acuerdo con conveniencias particulares, las víctimas quedan desgastadas y desoladas. Las familias que han sufrido pérdidas se ven obligadas a observar cómo quienes les han hecho daño continúan sus vidas sin enfrentar las consecuencias de sus acciones. Y, ¿qué es lo que se les responde a estas familias? Se les dice que eso es parte del «debido proceso», que existen «derechos a garantizar». Pero, ¿qué sucede con aquellos que ya no están con nosotros? ¿Qué hay del profundo dolor de quienes han quedado rotos tras la tragedia?
La verdadera justicia debería ser un mecanismo que garantice a cada individuo lo que le corresponde, sin excepciones ni privilegios. Sin embargo, en el contexto colombiano, parece que el sistema siempre se inclina hacia aquellos que ostentan poder, dinero o favores. Este inequilibrio ha generado una herida social que permanece abierta, una herida que se adereza con desconfianza, indignación y una fatiga colectiva que se hace cada vez más evidente. No se trata simplemente de una percepción: la impunidad se vive en carne propia. Se respira a diario. Esas personas que lo han sentido en sus propias vidas a menudo pierden la esperanza y se sienten tentadas a buscar justicia por sus propios medios. Aunque no está justificado, ese acto refleja la desesperación de una sociedad combatida por un sistema judicial que no funciona como debería.
El problema radica en el diseño ineficaz de unas leyes que permiten que la justicia no se lleve a cabo en la práctica. Esto se alimenta de una cadena institucional deficiente que no logra proteger a las víctimas, que no actúa con firmeza ante las violaciones de derechos. Por esta razón, no es suficiente con solo denunciar. Es imperativo reformar, reestructurar y reeducar. Todo comienza con la necesidad de repensar un sistema que, en la actualidad, parece ofrecer más protección a los agresores que a las propias víctimas.
Esto no es solo una crítica que busca el uso de palabras elegantes; es una llamada urgente y sincera que causa indignación y tristeza. Porque no podemos seguir viviendo en un país donde la justicia provoca más ira que alivio, más dolor que esperanza. ¿Qué tipo de justicia es la que estamos obligados a aceptar?
Colombia necesita una justicia que se sienta palpable y real. Una justicia que se manifieste, que trabaje efectivamente, no aquella que se venda al mejor postor ni la que se oculte detrás de formalismos y códigos legales vacíos. Se requiere un sistema justo, sólido y digno. Un sistema que no deje a más madres llorando, a más niños y hermanos huérfanos sufriendo, ni a más personas con corazones doloridos preguntándose por qué lo que debería ser un derecho se ha convertido en un lujo: la justicia verdadera.